
Muchos cubanos exiliados desestiman la independencia de Puerto Rico y ensalzan la ciudadanía estadounidense como un privilegio incuestionable. Pero omiten que ellos no prosperaron gracias a esa ciudadanía, sino por el auspicio político que les dio Estados Unidos durante la Guerra Fría. No fue mérito individual, sino estrategia de Washington.
A partir de 1959, tras la Revolución Cubana, Washington convirtió a los cubanos que huían del castrismo en piezas útiles de su narrativa anticomunista. No fueron tratados como cualquier otro latinoamericano. Estados Unidos los recibió como refugiados políticos y símbolo del fracaso del comunismo.
En 1966, el Congreso aprobó la Ley de Ajuste Cubano, que les permitía obtener residencia legal con solo un año en suelo estadounidense. Ese privilegio, exclusivo para cubanos, es una anomalía en la historia migratoria del país.
El gobierno federal facilitó vivienda, educación, salud, préstamos y cursos de inglés. Pero hay un factor aún más decisivo: el capital social. Muchos de los primeros exiliados cubanos eran de clase media o profesional. Aunque llegaran sin dinero, traían redes, educación, manejo del inglés y una mentalidad alineada con los códigos culturales del poder blanco estadounidense. Sabían moverse e integrarse y eso les permitió prosperar.
En cambio, la migración puertorriqueña, desde 1940 hasta 1960, fue rural, pobre y sin escolaridad. Eran ciudadanos estadounidenses, pero sin acceso real a los beneficios de esa ciudadanía. Mientras Estados Unidos les abría las puertas a los cubanos con fondos y leyes especiales, concentraba a los puertorriqueños a sobrevivir en los guetos industriales del noreste. A los cubanos se les trató como aliados, y los puertorriqueños como excedente humano.
En ciudades como Miami, los cubanos ocuparon puestos de poder institucional con rapidez. No porque fueran superiores, sino porque el gobierno les abrió el camino. Estados Unidos los adoptó como comunidad estratégica porque servían de vitrina ideológica.
Por eso resulta cínico, o profundamente ignorante, que muchos cubanos miren con desprecio los reclamos de soberanía puertorriqueña. A menudo repiten que los boricuas deberían “dar gracias” por la ciudadanía, como si fuera un regalo generoso de Washington. Ignoran que fue impuesta en 1917, sin consulta, y que la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos ha sido de subordinación desde la invasión de 1898.
Lo más irónico es que dentro del propio Puerto Rico hay quienes han renunciado a imaginarse como país. El movimiento pro-anexión como estado no se organiza en torno a una visión de dignidad colectiva, sino a una lista de beneficios federales. Se oponen a la independencia desde el miedo económico: ¿qué perderíamos? ¿nos quitarían la asistencia alimentaria, el Medicaid o el crédito impositivo por ingresos devengados? Así no se construye ni un estado libre asociado, mucho menos uno federado. Ningún otro estado de la unión, por más pobre que sea, opera con esa lógica.
Misisipi y Virginia Occidental dependen enormemente de fondos federales, pero ninguno condiciona su voz política ni su identidad colectiva al tamaño del cheque que llega desde Washington. Lo que ocurre en Puerto Rico es una política clientelista que infantiliza al país y lo reduce a consumidor de fondos. Ninguna comunidad se emancipa midiendo su futuro en cupones.
Y con todo el respeto que merece el exilio cubano y su tragedia, que no me vengan a desestimar la independencia de Puerto Rico reduciéndola a sinónimo de comunismo. Porque seamos honestos: ni siquiera con una Cuba castrista, ellos aceptarían una Cuba gobernada por Washington. Entonces, ¿por qué esperar que Puerto Rico lo haga con gratitud?
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