El cierre gubernamental y el mito de la autosuficiencia estadounidense

SNAP and EBT Accepted here sign. SNAP and Food Stamps provide nutrition benefits to supplement the budgets of disadvantaged families. Chicago - Circa April 2022: SNAP and EBT Accepted here sign. SNAP and Food Stamps provide nutrition benefits to supplement the budgets of disadvantaged families. Supplemental Nutrition Assistance Program Stock Photo
Un negocio anuncia que se aceptan los pagos del Programa de Asistencia Suplementaria Nutricional (SNAP, por sus siglas en inglés)



Estados Unidos ha interpretado la pobreza como una falta moral del individuo. Desde temprano, los medios y la sociedad repiten que las personas pobres “no se esforzaron lo suficiente”. Es una creencia casi religiosa donde el éxito es virtud y el fracaso es castigo.

El país ha tratado la pobreza como responsabilidad individual, no como resultado de un sistema que concentra la riqueza en unos pocos y precariza a millones. Esa narrativa sostiene el ego nacional y justifica culpar al hambriento en lugar de preguntarse por qué hay hambre.

El origen de esa mentalidad proviene de la ética protestante puritana que marcó a los primeros colonos llegados desde Inglaterra a Massachusetts en 1620, convencidos de que trabajar sin descanso era prueba de pureza espiritual. De ahí nace la obsesión estadounidense con el trabajo como medida del valor moral. En un país donde la identidad se confunde con la productividad, descansar es sospechoso y recibir ayuda pública es vergonzoso.

Esa herencia puritana sigue viva. De ella nace también la arrogancia con que Estados Unidos juzga a países con culturas laborales más equilibradas —europeas o latinoamericanas— como “vagas”, simplemente porque no sacrifican la vida al trabajo.

Lo que en otras sociedades es salud mental, en Estados Unidos se interpreta como debilidad. El sueño americano se volvió una religión del cansancio, las enfermedades y el estrés.

Durante décadas, el discurso dominante ha repetido que recibir ayudas públicas es señal de flojera. Sin embargo, los capitalistas que predican la autosuficiencia construyeron sus imperios con subsidios, rescates corporativos y créditos fiscales. La beneficencia corporativa la llaman “incentivo”, mientras a los pobres se les acusa de parásitos del sistema.

Así fue como el padre de Donald Trump amasó su fortuna inmobiliaria tras la Gran Depresión, mediante contratos federales para construir vivienda de interés social con fondos públicos. Discriminaba a los inquilinos negros y las rentas no eran tan asequibles como prometía. En 1973, el Departamento de Justicia lo demandó por prácticas racistas.

Cuando los ricos reciben dinero del gobierno, se le llama “incentivo” o “estímulo”. Cuando los pobres lo reciben —especialmente si son negros o latinos— se le llama “beneficencia”. Ronald Reagan consolidó esa doble moral al caricaturizar a las mujeres negras como “reinas de la beneficencia”porque, supuestamente, iban al supermercado con asistencia alimentaria mientras un auto de lujo las esperaba afuera. Era propaganda racista para justificar recortes.

Puerto Rico ha sido tratado con esa misma narrativa de desprecio. Desde Washington se impuso la idea de que la isla vive “de las ayudas” y que sus habitantes no saben valerse por sí mismos. Y muchos puertorriqueños de clase media, convencidos de su supuesta superioridad, repiten esa propaganda sin notar que su sostén viene del mismo sistema de dependencia directa o indirecta.

Por ejemplo, el programa de comedores escolares en Puerto Rico, que nadie cuestiona porque cumple una función vital, solo está disponible en los estados para estudiantes de bajos recursos. La diferencia es que en Puerto Rico la pobreza es tan generalizada que toda la isla cualifica. Lo mismo ocurre con los centros de educación pre-escolar Head Start. Ambos programas se dan por sentado en la isla, pero se financian con fondos federales.

La ironía del sistema se revela en momentos como este, cuando el gobierno federal lleva un mes cerrado por disputas políticas y se agotó el financiamiento para la asistencia alimentaria de 42 millones de personas, incluidas ancianos y personas incapacitadas. Tampoco se han pagado los sueldos de empleados federales y controladores de tráfico aéreo.

Ahora, cuando el mito de la autosuficiencia se derrumba, los mismos medios y ciudadanos que se burlaban de la beneficencia exigen que los fondos se restablezcan. De pronto, descubren que el patriotismo no llena el estómago ni paga la hipoteca.

La hipocresía es clara. Estados Unidos no odia las ayudas, sino verlas en manos de los pobres. Los subsidios agrícolas y los rescates bancarios se celebran como “autosuficiencia”, pero la asistencia alimentaria se condena como “parasitismo”. En Massachusetts, por ejemplo, por cada cinco dólares que los supermercados ganan, uno proviene de clientes con ayuda alimentaria. Las cajas registradoras no discriminan entre el dinero del sudor o del gobierno.

Estados Unidos lleva tanto tiempo vendiéndose al mundo como la “tierra de oportunidades” que no soporta admitir que su sistema está quebrado. Su autoridad moral, a nivel doméstico, está por el suelo. Cada cierre del gobierno deja al descubierto que la sociedad que predica la responsabilidad individual depende más del gobierno de lo que se atreve a confesar.

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