La Orquesta Sinfónica de Puerto Rico estuvo a la altura, el público no

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Cuando compré mi boleto para la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico, por primera vez en el Boston Symphony Hall, lo hice en respaldo de la alta cultura puertorriqueña. Nunca pensé que un concierto pudiera dejarme con una sensación tan amarga. Fui con la expectativa clara de escuchar a la Sinfónica en un espacio que conozco bien y que respeto profundamente.

El Boston Symphony Hall no es cualquier sala, sino casi un templo donde la música vive en el silencio, no en la euforia. Por eso compré un asiento en el primer balcón, llegué puntual, fui vestido para la ocasión y entré con la disposición de disfrutar una noche seria y elegante. Pero desde el primer momento supe que el público que me rodeaba no había entrado con la misma mentalidad.

Vi rostros conocidos vistiendo ropa folclórica que funcionaría en un festival de barrio, pero que desentonaba en un recinto diseñado para la formalidad. Me senté y pronto noté que la fila a mi derecha estaba llena de jóvenes que entraron con energía de fiesta patronal. Al lado mío, una mujer con su hija inquieta. Frente a mí, un hombre que aplaudía efusivamente sin entender qué aplaudía. Ese mismo hombre vitoreaba como si estuviera en el Choliseo y hasta comenzó a grabar con el flash encendido, iluminando la espalda del caballero que tenía delante. La persona miraba hacia atrás, incómoda, pero él no se daba por aludido.

Yo había estado esperando la danza de Juan Morel Campos, “Felices Días”, porque me parecía el tributo máximo a la cultura puertorriqueña. Quería saborearla en silencio, en plena concentración, pero el flash del hombre del frente me indignó. Le toqué el hombro y, en voz baja, pero firme, le dije: “Estás en Symphony Hall, no en el Choliseo.” Él me preguntó: “¿Qué dijiste?”, buscando entrar en una confrontación verbal que yo no tenía intención de alimentar. Lo miré con una seriedad que decía todo lo necesario. Él apagó el teléfono y su pareja murmuró algo, pero ambos se calmaron. Ese fue el único momento de la noche en que sentí que recuperé un poco de control sobre mi experiencia.

Sin embargo, la atmósfera general ya estaba contaminada. Cada pausa entre piezas estaba llena de murmullos, vítores, banderas ondeando, conversaciones innecesarias y un desorden emocional que borraba cualquier posibilidad de recogimiento. Fue inevitable recordar que ya había estado en el mismo lugar dos semanas antes para el concierto mexicano del Día de los Muertos. Allí hubo respeto, silencio y conciencia. Me dolió concluir que la alta cultura puertorriqueña, esa que esperaba ver reflejada en la audiencia, se quedó en el escenario solamente. Los puertorriqueños no somos irrespetuosos, pero el público que asistió esa noche no respetó el lugar.

La segunda parte del concierto fue aún más emocional para la audiencia y, al ver cómo aumentaban los vítores y la euforia, tomé la decisión de irme antes de que comenzara “Mi viejo San Juan”. Yo hubiera querido escucharla en silencio, con un aplauso largo al final, pero no quería presenciar la gritería que ya imaginaba. Salí con calma, pero con una tristeza profunda. No fui al evento equivocado; fui a uno que fue promocionado como si se tratara de una fiesta patronal y no de un momento solemne. Y esa diferencia marcó toda la experiencia. La música fue digna y el escenario impecable, pero la audiencia llegó con otro código. Entre el escenario y la conducta en la sala había un abismo. Y es en ese abismo donde, por primera vez, un concierto que yo esperaba con ilusión terminó dejándome un sabor amargo.

Yo seguiré escuchando música en Symphony Hall, pero la audiencia puertorriqueña que acudió a este concierto dejó claro que no comparte los modales de ese espacio. No hablo del pueblo entero, sino del público que se presentó allí. En diciembre estaré de vuelta para el concierto navideño de Boston Pops, confiando en reencontrarme con el silencio que la música merece.

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