Cuando la ansiedad inmigrante se vuelve credencial entre latinoamericanos

Birthright Citizenship in United States of America, thumbprint mixed with flag of USA. Citizenship stock illustration


En los últimos años, el debate migratorio en Estados Unidos se ha contaminado por la idea de que todos los latinoamericanos que vivimos aquí debemos sentir el mismo nivel de miedo, independientemente de nuestro estatus legal o relación histórica con el país.

Es como si hubiera una presión simbólica para compartir la misma ansiedad. Esa presión me quedó clara cuando un cubano en Miami me dijo “birthright wannabe” [ciudadano de nacimiento ‘de mentira’] por afirmarle que no existe razón legal para que los puertorriqueños debamos sentirnos amenazados con perder la ciudadanía estadounidense bajo Trump.

Los puertorriqueños no migramos a Estados Unidos en el sentido jurídico tradicional. Nuestra migración es doméstica. Es decir, nos desplazamos dentro del mismo país donde somos ciudadanos desde 1917. No ajustamos estatus, no dependemos de visas ni de discreción presidencial, ni estamos sujetos a remoción. Esa realidad jurídica no nos convierte en ciudadanos “mejores” ni más merecedores, pero sí nos sitúa como un caso distinto.

Debo aclarar algo. Estados Unidos no naturalizó colectivamente a las personas nacidas en Puerto Rico en 1917 por generosidad ni porque fuéramos un pueblo “especial”, sino por intereses estratégicos. La ciudadanía se concedió en el contexto de la Primera Guerra Mundial para asegurar reclutamiento militar y dominio sobre un territorio geográficamente clave en el Caribe. Y, todavía, Puerto Rico sigue siendo una pieza militar, económica y geopolítica útil para Estados Unidos en el siglo XXI.

Cuando yo llegué a Florida en 2007, aunque enfrenté dificultades con el inglés, el choque cultural fue limitado porque ese estado es parecido al Caribe. En lugares como Miami, es posible trabajar, consumir y vivir sin aprender inglés porque el entorno no lo requiere.

Sin embargo, al mudarme a Boston en 2012, el contraste fue brutal. No tuve otra alternativa que aprender inglés e integrarme o quedarme atrapado en el margen de la sociedad, interactuando con hispanohablantes solamente. En Boston, no hay lugares gays en español. Sin inglés, la socialización es limitada y el aislamiento enorme.

Es decir, la integración no depende solo de la voluntad individual, sino del lugar donde se vive. Miami es una anomalía dentro de Estados Unidos porque está dentro de la geografía del país, pero se siente más como una república latinoamericana más próspera que los países originarios de sus residentes. El problema no es el inmigrante, sino el enclave, que normaliza mantenerse en una burbuja cultural y lingüística mientras vende la ilusión de pertenencia nacional.

Desafortunadamente, la realidad actual es que la administración Trump deporta a personas que sí se integraron, hablan inglés con fluidez, han trabajado durante décadas, pagan impuestos y hasta criaron hijos ciudadanos. Eso demuestra que la integración cultural no es un escudo legal porque el sistema migratorio no evalúa mérito cívico, sino estatus legal. Integrarse puede ser una estrategia de dignidad personal, pero no garantiza protección jurídica.

Desde ese punto de vista, yo entiendo por qué muchos migrantes deciden no integrarse. Sin embargo, esa preocupación no es transferible a los puertorriqueños. Trump, ni ningún otro presidente, puede desnaturalizar a los puertorriqueños de golpe y porrazo por capricho. Puerto Rico nunca fue independiente y la única ciudadanía de los puertorriqueños es la estadounidense.

La desnaturalización colectiva de los puertorriqueños requeriría independizar a la isla y crear la ciudadanía de la nueva república. Y, aun así, el asunto de la ciudadanía de Estados Unidos está sujeto a negociación porque hay que decidir desde qué punto en adelante los puertorriqueños dejarían de ser estadounidenses. Ese es el procedimiento que los poderes mundiales han seguido en las descolonizaciones.

No soy un “birthright wannabe”. Simplemente, me integré a Estados Unidos, no por creerme mejor que nadie, sino porque mi contexto me obligó y no me resistí. La alternativa era desaparecer socialmente.

Con el tiempo entendí que mi integración forzada me permitió comprender este país con mayor profundidad que muchos latinoamericanos que optaron por permanecer dentro de una burbuja cultural que los protege del choque, pero también los limita. Entender a Estados Unidos no es un gesto de superioridad; es el resultado de vivirlo sin atajos.

En Florida hay muchos puertorriqueños sin integrarse y nadie los llama “birthright wannabes”. El problema de algunos latinoamericanos conmigo no es mi ciudadanía, sino que yo me integré, y lo leen —erróneamente— como un acto de superioridad, cuando a veces no es más que envidia.

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